En los años de la Confederación, una europea dejó sus
impresiones sobre los santafesinos y sus costumbres. La festividad de Guadalupe
fue una.
Lina Beck-Bernard, francesa, acompañó a su marido Carlos
Beck, suizo a lo que era la Confederación Argentina. Mientras él se dedicaba a
fundar colonias, ella vivió en Santa Fe. Escribió dos libros sobre nosotros,
sólo uno de ellos traducido.
En Cinco años en la Confederación Argentina. 1857-1862,
narró con mucha particularidad las costumbres, tradiciones, vestimentas,
pensamientos, entre otras cosas de los santafesinos de la época.
La festividad de Guadalupe fue uno de esos tantos relatos.
“La peregrinación es muy renombrada y los devotos invocan a
la Virgen por los motivos más diversos”, comienza.
Una promesa a la virgen de Guadalupe tiene eficacia para una cantidad de cosas. Señoras hay que le hacen votos para tener hijos, otras para no tenerlos; algún militar reumático que se siente atacado de su mal el día de la batalla, y no puede moverse, hace una promesa a la Virgen de Guadalupe y sana milagrosamente, batiéndose luego como un león; ésta le pide por la salud del esposo, aquella la del hermano, otra la de un hijo bien amado. Y la Virgen de Guadalupe a todos escucha y a todos ayuda. Por eso es grande su reputación.
El problema con la festividad, según la escritora, era que vivía
“un poco lejos”, con lo que había que conseguir vehículos a cualquier precio. Los
más jóvenes, hacían el viaje a caballo; las mujeres más ancianas, sacaban de
las cocheras “unos viejos carruajes con adornos dorados, estilo Luis XIV,
vestigios del antiguo lujo virreinal”. Muy pintoresco, decía, aunque no tanto
como las “altas carretas, de enormes ruedas de madera, arrastradas a paso tardo
por seis bueyes magníficos”.
El camino de Guadalupe se llenaba con la multitud “pintoresca
y abigarrada”.
Así describía Lina Beck-Bernard la entonces capilla:
Se muestra deliciosa bajo el azul radiante del cielo, con sus muros blancos, su torre cuadrada y el portal, coronado por una cupulita árabe, de estilo entre cristiano y morisco. La circunda una galería sostenida por pilares de algarrobo, tallados caprichosamente. En el atrio se levanta una altísima palmera, de las más bellas que he visto en el país. Hay algunos naranjos de un verde sombrío, que contrasta con el color blanco de la iglesia y el fondo azul inalterable de la escena. Algo más lejos, entre las ondulaciones del terreno, divisamos la playa dorada de la Laguna Grande. Es éste un lago inmenso y majestuoso que tiene algo del mar por su vastedad.
No se priva la escritora de relatar los mitos que se tejían
alrededor de la Laguna: globos de fuego que aparecían por las noches, un toro
blanco con cuernos dorados, una joven de rara belleza que surgía del agua…
Pero Lina no se detiene demasiado allí, quiere describir la peregrinación y las ceremonias que vio en
Guadalupe.
Mientras el sacerdote celebraba la misa, por la que se le
había pagado cien pesos aunque el sermón, según los oyentes, fue malo para ese
precio, en las inmediaciones de la capilla se formaba “el más pintoresco
campamento”.
Se desataban los bueyes, las carretas levantaban sus toldos,
y por todos lados aparecían los “tendejones ambulantes”, que vendían leche,
vino, aguardiente, caña de azúcar, naranjas, limones, pan criollo, pastelitos y
confituras secas.
Terminada la misa, quien no había llevado provisiones las
compraban a estos tenderos. Mientras, los gauchos aburridos improvisaban
carreras de caballos, apostando dinero y ropas.
La noche caía y todos regresaban a la ciudad.
Únicamente la pequeña cruz dorada que remata la cupulita de la iglesia brilla todavía un momento en el horizonte como una estrella fija. Pero este fulgor también se apaga. Pronto la soledad y el silencio, huéspedes habituales del lugar, reinan con las sombras de la noche sobre la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe.
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