Muchos viajeros han dejado sus impresiones sobre cómo eran las costumbres santafesinas en el siglo XIX, cuando aún los diarios no eran moneda corriente. La mirada de los otros y otras sobre las mujeres son muy particulares: tenían un extraordinario vigor, pues eran madres de hasta 20 hijos y abuelas a los 32 años; algunas ¡fumaban y escupían! Otras, ya en el siglo XX, comenzaban a transitar el camino de la búsqueda de la belleza con “hermoseadores de senos” y otras, ya cerca de la década del 30, seguían siendo engañadas y abandonadas.
Me gusta ser mujer
Qué dirían las mujeres de la época de la Confederación si pudieran ver las comodidades en las que vivimos, y las decisiones que podemos tomar hoy, en comparación con las escasas posibilidades que ellas tuvieron en su vida.
Lina Beck-Bernard retrató así a las mujeres de fines de la década de 1850 en Santa Fe.
En aquellos hogares convivían varias generaciones: bisabuela, abuela, madre, hijos y nietos. Las chicas se casaban muy jóvenes y quedaban solas al instante, porque sus hombres se iban a trabajar a las estancias o se iban a guerrear. Que se quedaban solas es un decir: iban a vivir con sus madres y generalmente con un “regalito” en el vientre. Decía Lina: “Las circunstancias de la vida familiar se cumplen con cierta precocidad y es frecuente encontrar abuelas de 32 y 33 años. No es raro tampoco ver tíos y sobrinos de una misma edad, viviendo bajo el mismo techo”.
“Las mujeres son de extraordinario vigor”, continúa Lina. “Procrean sin que se resienta su salud, 12, 15, 20 hijos que crían ellas mismas. Una familia de 12 hijos es común y a menudo el número crece en proporciones desconocidas para los europeos. La madre de una de mis amigas ha tenido 26 hijos, la hermana 21, ella 17, otra señora que no conozco de nombre 29”. Incluso comenta el caso del sacristán y chantre (dignatario) del convento de San Francisco, al que le habían contado 30 hijos, aunque el rumor era que tenía más, porque en Córdoba había dejado a otros 5 o 6 chicos más.
Ya no estoy tan podrida de ser mujer. Mejor, estoy contenta de haber nacido en la década del 70 del siglo XX.
Mujeres escandalosas
Muchos de los viajeros que pasaron por la ciudad, dejaron sus impresiones escritas. Los hermanos Robertson estuvieron por Santa Fe en 1811 y estaban asombrados de muchas cosas.
Habían llegado a la ciudad una siesta y ante sus ojos se presentó, según sus palabras, una escena primitiva. Las puertas estaban abiertas de par en par, y los habitantes de ambos sexos, en ropas menores, estaban sentados a la puerta de sus respectivas viviendas. “¿Y qué suponéis que hacía toda aquella gente, hombres, mujeres y niños, sentados en los portales, riéndose en las puertas de sus casas?”, se pregunta. “Pues fumando, sorbiendo mate por un tubo, o comiendo sandías. Algunos hacían las tres cosas a un tiempo. Imaginaos mi impresión al ver por primera vez en mi vida a las damas fumando, sin ningún reparo, cigarrillos descomunales, mucho más gruesos que los de su marido”.
Pero esto no era todo. ¡Las mujeres también escupían! “El mate, la sandía, eso podía pasar, pero el gran cigarro, en boca femenina, me tocó de nervios, no acostumbrado a tan repugnante espectáculo”, escribió el inglés.
Un día, se lo invitó a ir al río a bañarse. Había damas también, por lo que el inglés supuso que al llegar a la orilla se separarían. En el camino todo era risa, alegría y chistes, “algunos impropios”. Pero al llegar se quedó estupefacto: las mujeres estaban en el agua, conversando con los hombres, a muy poca distancia. “Había algo en esa exhibición que repugnaba a mis ideas de conveniencia y decoro”, escribía Robertson. Volvió a la ciudad, cenó con sus nuevos amigos, tomó vino en abundancia, con sandías y cigarros y miró otra vez a las mujeres fumar.
El inglés, que no era ningún tonto, también escribió: “No tardé mucho en convertirme en un santafesino hecho y derecho”.
Mujeres esculturales
A veces tengo envidia. A veces me dan ganas de matarlas. Y a veces al que tengo que matar es al hombre que está a mi lado, con los ojos dados vuelta y la mandíbula por el ombligo.
Siempre me digo que la belleza de algunas mujeres no debería “sacarme”, porque fue lograda mediante demasiados bisturís y además Luciana Salazar no es taaaaan linda. Y que mi pancita está bien ganada. En fin, año 2006.
Pero la belleza femenina, también tiene historia. Imagínense 1910: la vestimenta femenina era muy conservadora, sombreros aparatosos, poco escote, faldas larguísimas y pomposas y quizás la curva marcada de la cintura. Pareciera que todo lo que a las mujeres nos cuesta ocultar o nos desvivimos por mostrar hoy, no habrían sido problemas en aquellos años.
Los diarios de 1910 dicen otra cosa. Les cuento dos avisos que aparecieron ese año en Nueva Época. “Señora, ¿Quiere adelgazar? Diríjase a la señora viuda de Salon. Calle San Juan 162”. La viuda de Salon prometía, a la usanza actual, “Éxito garantido sin remedios ni régimen especial”, aunque no prometía “o le devolvemos el dinero”.
En otra página se ve un gran dibujo de una señorita escultural a los cánones de esa época y allí se promocionaban “senos desarrollados, reconstituidos, hermoseados, fortificados”. El producto se llamaba “Pilules Orientales”, “el único producto que en dos meses asegura el desarrollo y la firmeza del pecho sin causar daño alguno a la salud”. El artículo se exportaba desde la casa Ratié de París por un representante en Buenos Aires.
A mí me vendría bien hacer un rastreo para ver si consigo las Pilules Orientales, porque le tengo miedo a las cirugías.
Todo el peso de la ley
En la década del 20, el diario Santa Fe dedicaba una página completa a la sección “Datos cotidianos del delito y notas policiales”.
En agosto de 1928 publicó una información acerca de una menor “vilmente engañada”.
Se trataba de Martina Moreyra, una niña de 14 años que había comenzado a trabajar como “sirvienta” en una casa del sur de la ciudad. Allí, conoció a un hombre, dice la crónica, que le prometió hacerla su esposa.
Sin dar más detalles, la nota dice que ella, “inexperta, cayó pronto víctima de su propia confianza. Y cuando se dio cuenta de que el hombre no tenía palabra, de que había sido víctima de un engaño y que le habían robado toda su riqueza, su honor y toda su virtud, no vaciló en contarle a su madre, doña Florentina Moreyra lo que le había ocurrido. El hombre, el que la engañó, dejó de ir a visitarla”.
Se radicó entonces, una denuncia en la comisaría primera. El acusado, era Vicente Rogiano, quien fue detenido por la policía, visto “lo grave de la acusación”.
No hay más datos de qué sucedió con este Rogiano, pero el diario Santa Fe solicita que este grave delito no quede sin castigo, para ejemplo de “muchos aventureros”, que cuando engañan a las mujeres “se olvidan de que tienen hermanas”.
Qué dirían las mujeres de la época de la Confederación si pudieran ver las comodidades en las que vivimos, y las decisiones que podemos tomar hoy, en comparación con las escasas posibilidades que ellas tuvieron en su vida.
Lina Beck-Bernard retrató así a las mujeres de fines de la década de 1850 en Santa Fe.
En aquellos hogares convivían varias generaciones: bisabuela, abuela, madre, hijos y nietos. Las chicas se casaban muy jóvenes y quedaban solas al instante, porque sus hombres se iban a trabajar a las estancias o se iban a guerrear. Que se quedaban solas es un decir: iban a vivir con sus madres y generalmente con un “regalito” en el vientre. Decía Lina: “Las circunstancias de la vida familiar se cumplen con cierta precocidad y es frecuente encontrar abuelas de 32 y 33 años. No es raro tampoco ver tíos y sobrinos de una misma edad, viviendo bajo el mismo techo”.
“Las mujeres son de extraordinario vigor”, continúa Lina. “Procrean sin que se resienta su salud, 12, 15, 20 hijos que crían ellas mismas. Una familia de 12 hijos es común y a menudo el número crece en proporciones desconocidas para los europeos. La madre de una de mis amigas ha tenido 26 hijos, la hermana 21, ella 17, otra señora que no conozco de nombre 29”. Incluso comenta el caso del sacristán y chantre (dignatario) del convento de San Francisco, al que le habían contado 30 hijos, aunque el rumor era que tenía más, porque en Córdoba había dejado a otros 5 o 6 chicos más.
Ya no estoy tan podrida de ser mujer. Mejor, estoy contenta de haber nacido en la década del 70 del siglo XX.
Mujeres escandalosas
Muchos de los viajeros que pasaron por la ciudad, dejaron sus impresiones escritas. Los hermanos Robertson estuvieron por Santa Fe en 1811 y estaban asombrados de muchas cosas.
Habían llegado a la ciudad una siesta y ante sus ojos se presentó, según sus palabras, una escena primitiva. Las puertas estaban abiertas de par en par, y los habitantes de ambos sexos, en ropas menores, estaban sentados a la puerta de sus respectivas viviendas. “¿Y qué suponéis que hacía toda aquella gente, hombres, mujeres y niños, sentados en los portales, riéndose en las puertas de sus casas?”, se pregunta. “Pues fumando, sorbiendo mate por un tubo, o comiendo sandías. Algunos hacían las tres cosas a un tiempo. Imaginaos mi impresión al ver por primera vez en mi vida a las damas fumando, sin ningún reparo, cigarrillos descomunales, mucho más gruesos que los de su marido”.
Pero esto no era todo. ¡Las mujeres también escupían! “El mate, la sandía, eso podía pasar, pero el gran cigarro, en boca femenina, me tocó de nervios, no acostumbrado a tan repugnante espectáculo”, escribió el inglés.
Un día, se lo invitó a ir al río a bañarse. Había damas también, por lo que el inglés supuso que al llegar a la orilla se separarían. En el camino todo era risa, alegría y chistes, “algunos impropios”. Pero al llegar se quedó estupefacto: las mujeres estaban en el agua, conversando con los hombres, a muy poca distancia. “Había algo en esa exhibición que repugnaba a mis ideas de conveniencia y decoro”, escribía Robertson. Volvió a la ciudad, cenó con sus nuevos amigos, tomó vino en abundancia, con sandías y cigarros y miró otra vez a las mujeres fumar.
El inglés, que no era ningún tonto, también escribió: “No tardé mucho en convertirme en un santafesino hecho y derecho”.
Mujeres esculturales
A veces tengo envidia. A veces me dan ganas de matarlas. Y a veces al que tengo que matar es al hombre que está a mi lado, con los ojos dados vuelta y la mandíbula por el ombligo.
Siempre me digo que la belleza de algunas mujeres no debería “sacarme”, porque fue lograda mediante demasiados bisturís y además Luciana Salazar no es taaaaan linda. Y que mi pancita está bien ganada. En fin, año 2006.
Pero la belleza femenina, también tiene historia. Imagínense 1910: la vestimenta femenina era muy conservadora, sombreros aparatosos, poco escote, faldas larguísimas y pomposas y quizás la curva marcada de la cintura. Pareciera que todo lo que a las mujeres nos cuesta ocultar o nos desvivimos por mostrar hoy, no habrían sido problemas en aquellos años.
Los diarios de 1910 dicen otra cosa. Les cuento dos avisos que aparecieron ese año en Nueva Época. “Señora, ¿Quiere adelgazar? Diríjase a la señora viuda de Salon. Calle San Juan 162”. La viuda de Salon prometía, a la usanza actual, “Éxito garantido sin remedios ni régimen especial”, aunque no prometía “o le devolvemos el dinero”.
En otra página se ve un gran dibujo de una señorita escultural a los cánones de esa época y allí se promocionaban “senos desarrollados, reconstituidos, hermoseados, fortificados”. El producto se llamaba “Pilules Orientales”, “el único producto que en dos meses asegura el desarrollo y la firmeza del pecho sin causar daño alguno a la salud”. El artículo se exportaba desde la casa Ratié de París por un representante en Buenos Aires.
A mí me vendría bien hacer un rastreo para ver si consigo las Pilules Orientales, porque le tengo miedo a las cirugías.
Todo el peso de la ley
En la década del 20, el diario Santa Fe dedicaba una página completa a la sección “Datos cotidianos del delito y notas policiales”.
En agosto de 1928 publicó una información acerca de una menor “vilmente engañada”.
Se trataba de Martina Moreyra, una niña de 14 años que había comenzado a trabajar como “sirvienta” en una casa del sur de la ciudad. Allí, conoció a un hombre, dice la crónica, que le prometió hacerla su esposa.
Sin dar más detalles, la nota dice que ella, “inexperta, cayó pronto víctima de su propia confianza. Y cuando se dio cuenta de que el hombre no tenía palabra, de que había sido víctima de un engaño y que le habían robado toda su riqueza, su honor y toda su virtud, no vaciló en contarle a su madre, doña Florentina Moreyra lo que le había ocurrido. El hombre, el que la engañó, dejó de ir a visitarla”.
Se radicó entonces, una denuncia en la comisaría primera. El acusado, era Vicente Rogiano, quien fue detenido por la policía, visto “lo grave de la acusación”.
No hay más datos de qué sucedió con este Rogiano, pero el diario Santa Fe solicita que este grave delito no quede sin castigo, para ejemplo de “muchos aventureros”, que cuando engañan a las mujeres “se olvidan de que tienen hermanas”.
Fuentes:
Manuel Cervera. Historia de la ciudad y la provincia de Santa Fe
Lina Beck-Bernard. El Río Paraná. CInco años en la Confederación Argentina. 1857-1862
Diario Nueva Época. 1910
Diario Santa Fe. 1928
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