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Y sea Vd. periodista!

Pavada de seudónimo se buscó y encontró un periodista en 1889 para denostar a esta profesión. Hamlet escribió en el diario que dirigía David Peña, La Época, de Rosario, una extensa descripción del periodismo. El texto completo.

No hace muchos días, instaba a uno de mis buenos amigos, para que pusiera por algunos meses su talento a contribución y sacrificara sus horas de ocio –que son muchas y largas- escribiendo en algún diario.

Ofrecíale garantías y libertades omnímodas, amén de un sueldo que hiciera más llevadero su infortunio, de convertirse en tubo de algún famoso órgano de la opinión pública.

La proposición me parecía halagüeña; y cuando esperaba una afirmación rápida y efusiva, le vi cruzar perezosamente una pierna sobre otra, encender un hamburgués con diploma de habano y responderme con sublime indolencia.

-Muchas gracias! Puedes guardarte vuestra independencia, que conozco, y respetar la mía, que no estimas en lo que vale. Ten paciencia para oírme quince minutos y dime luego si gato escaldado puede zambullirse en un tacho de aceite hirviendo, por el placer de dejar el pelo en tan molesto baño.

Y mi amigo templó su laúd –como diría un bardo trasnochado- y comenzó a cantar, o a contar, que para el caso es lo mismo, de la siguiente manera:

-Sabes bien que ha sido periodista y que desde soldado raso hasta general, esto es, desde gacetillero a director y propietario, he recorrido toda la escala social, en la milicia de las letras de molde; como el amor de don Juan Tenorio la escala de las mujeres.

La tijera y el lápiz rojo han pasado por mis manos; y calculando que un hombre escriba cuarenta palabras por minuto, para las cajas, y que mi vía-crucis haya durado diez años, a razón de tres horas diarias de trabajo –y te suprimo los domingos y festivos- no calculo en menos de veinte millones el número de palabrejas que, mi fecundo númen, haya vaciado en este insaciable tonel de Danaidas el lector se llama.

Ya ves si podré hablarte con conocimiento de causa.

En mal hora se me antojó meterme en este oficio de escribidor del público y para el público, buscando la holgura de espíritu e independencia de carácter, que otros quehaceres más provechosos me negaban en la sujeción del trabajo diario.

Era yo un muchacho –y tan muchacho!- bueno, lleno de ilusiones, madrugador, amigo del hogar y de la tranquilidad, respetuoso con las autoridades, temeroso de Dios y de las mujeres, una perla, en una palabra, con diez y siete años, buena vista, salud de fierro, barbilampiño y admirador de las romanzas de Tito Mattei, las odas de Lamartine y las novelas de Pérez Escrich; tres artistas distintos y ningún genio verdadero.

Con tales condiciones, y a fuerza de leer en los editoriales de los diarios de oposición las frases hechas de: el órgano de la opinión pública, la voz del pueblo, la verdad por norma, nuestra independencia, etc., etc., y de oír hablar de la austeridad y pureza del Estado en el Estado, como modestamente se llamó la prensa, híceme la muy insensata y pueril reflexión de que no habría sayo mejor talado para mis inclinaciones quijotescas que la albinitente túnica sacerdotal del periodista, como se traduce la negra levita en el culto lenguaje de los que fueron mis colegas.

***

Y como lo pensé, lo hice.

Contrariando maternales oposiciones que me llevaban al derecho, como si al derecho no se fuera también por los caminos más tortuosos, empeñéme en seguir mi vocación, creyendo que eso de vocación era algo ilegislable y sagrado que anidara cada ciudadano en su mollera como el estigma del fatalismo.

El ANÁGRI de Víctor Hugo y el que no sepa griego que lo aprenda, ya que yo no lo sé a pesar de haberlo aprendido.

Un amigo me recomendó al director de un diario de oposición republicana –yo era republicano, como lo somos todos al salir de las aulas- y mediante su amistad y mi modestia, tasada en 12 pesos mensuales, me inicié en los misterios cleusianos de la prensa diaria, sin descuidar mi curso de filosofía y letras, a cuyas abstracciones e idealismos me arrastraba también mi vocación –otra de las muchas vocaciones que he sentido en mi vida, sin contar la tónica, la máxima hacia la mujer, como arquetipo; la más fatal de todas, porque, como soldado del cuento, me ha consumido de joven el bolsillo; de hombre, la salud, y de viejo, si a viejo llego, ha de consumirme todo lo que por consumir quede.

Pero volvamos a mi historia, dejando aparte disgresiones personales.

El diario era matutino, y héteme, de repente, alterando mi modo de vivir y pasando a velar de noche y a dormir de día; sino de mis bellos ideales ya que me iniciaba en la vida nocturna y galante; abismo ignorado, hasta entonces, por mi inocencia casi femenil, apenas turbada por los vagos ensueños del colegial.

No se conocían aún el reportaje ni los interviews eran cosa corriente entre gacetillero y diaristas más o menos activos y buscones, pero ya eran enfermedad endémica e incurable los periódicos independientes: tan independientes algunas veces que no se les podía tomar atandero.

Quise iniciarme de un modo brillante, digno de mí y de mis ideales de verdad y justicia; digno de la misión de la prensa y de aquel pueblo de que era ella tornavoz o eco fiel y leal, aplaudiendo en un suelto tan vigoroso como ingenuo, una medida trascendental y equitativa dictada por el gobierno en el ramo de la instrucción pública.

Y ese fue el génesis de mis desventuras.

El suelto murió en la dirección después de compuesto.

Ataqué, otro día, con justicia y valentía a un arzobispo –porque mi audacia no reparaba en (políticos) ni en arzobispos, y mi arranque murió nonato en el canasto de la basura.

Defendí un proyecto de obras de salubridad a todas luces convenientes; censuré la conducta de un diputado amigo que votara contra una ley progresista emanada del ministerio; escribí en pro del libre cambio; narré un hecho vergonzoso de un simple ciudadano; y mis defensas y censuras se perdían en el corto camino a recorrer de la redacción a la vía pública, sin que vieran la luz del día ni llegaran a los ojos de aquel pueblo, que como yo pensaba, y del cual vivía encargado de traducir las ideas y pensamientos.

Un día el director me llamó a su mesa y me dijo estas o parecidas palabras:

-Amigo mío: es Vd. muy joven y su natural candorosidad le hará caer en lamentables errores. Si desea Vd. continuar en la redacción, debe Vd. ceñirse a ver por nuestros ojos, pensar por nuestra cabeza y hablar por nuestra boca. Sus sueltos son inconvenientes, duros, a veces violentos y sobre todo inoportunos.

Para ser periodista hay que ser maleable y dúctil como el agua, convertirse en Proteo, realizar el milagro de la metempsicosis de Júpiter.

Debe Vd. penetrarse bien de la diferencia que existe entre el escenario de un teatro y el teatro de telones adentro.

Su primer suelto no se publicó porque un diario de oposición no debe nunca alabar un acto gubernamental, por bueno que este sea.

Su artículo contra el arzobispo nos indisponía con la masa católica de nuestros suscriptores y el perjuicio hubiera sido grande. La defensa de las obras de salubridad podía hacer creer al público que nosotros teníamos interés en ella; el diputado a quien Vd. atacaba tan duramente es nuestro corresponsal en la corte y el caballero autor del hecho por Vd. narrado disponía de cien votos en el 3r distrito electoral.

En todo tenía Vd. razón de sobra: sus juicios eran justos, la verdad y la honradez los dictaban, pero Vd. ve cuán poderosos motivos pesaban para condenarlos al aniquilamiento.

Y aquí terminó mi director su arenga pero no terminó mi asombro que había ido creciendo.

Elogiaba; estaba vendido.

Hería: era injusto y parcial.

Callaba: era un cobarde que no tenía el valor de mis convicciones.

Y de esta forma vivía malquistó de todos y como el alma de Garibay, en punto a juicios, vagando sin cesar entre el cielo y la tierra.

Dante no ha inventado castigo más cruel!

***

Salí de la redacción y pasé, como ave de mal agüero, por otras muchas en las que vi repetida, con ligeras variantes, la escena anterior, después de haberme hecho dormir de noche y de día, de tarde y de mañana, o no dormir a hora ninguna, según la organización del diario y después de haber perdido la salud y las ilusiones, la vista y el pelo.

Me propuse fundar un periódico, para ser dueño y señor de mi pensamiento. Los años habían corrido: era hombre, pero conservaba mi culto a la diosa desnuda que, al decir de los más, tiene su morada en un pozo de insondable profundidad.

Busqué y hallé un pueblito casi ignorado, de relativa instrucción, animado de ideas progresistas y en el cual cada ciudadano me pareció un Caton de carne y hueso.

Planté en él mis reales, levanté mi tienda y la máquina –modestamente movida a brazo- arrojó de su seno el primer número de mi diario. Se titulaba La verdad.

Llovieron los suscritores y apenas habían transcurrido ocho días sentí tronar sobre mi cabeza la tormenta de los odios, primero latentes y después en forma de amenazas, asechanzas y aún palos –de que me salvé por milagro. Mis Catones de carne eran Catones de hoja de lata.

Había sido independiente, había dicho la verdad sin rebozos y Tirios y Troyanos, olvidando a su Helena, heridos por las mimas armas, se habían coaligado contra el audaz periodista.

Qué hacer?

Rompí la pluma: vendí la imprenta y el diario a quien pudiera y supiera contemporizar con los opuestos intereses humanos y juré no escribir jamás para el público.

Escribo para mí y me basta. Como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como.

Y si no te convence mi cuento te recomiendo que leas la incomparable novelita L’homme to ut nu y verás las aflicciones por que pasa un alma bien nacida que busca siempre la verdad.

Concluyó mi amigo su Odisea y recordé, como síntesis de sus aventuras, aquel aviso de un periódico norteamericano:
”Se necesita un regente que ponga todos los anuncios en el mejor lugar y un redactor que escriba a gusto de todo el mundo. No se hace cuestión de sueldo”.

Y exclamé para mi coleto:

-Sea usted periodista!

Hamlet

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