
En setiembre de 1923, el gobierno de Enrique Mosca atravesaba sus Ăºltimos meses. Se preparaban las elecciones y emitiĂ³ un decreto prohibiendo a los funcionarios que hicieran propaganda polĂtica.
“El funcionario que propaga sus simpatĂas electorales, se convierte en el vehĂculo de un propĂ³sito de corrupciĂ³n”, analizaba el diario Santa Fe por entonces.
Pero ya era tarde, segĂºn su entender, porque hacĂa ya varios meses que “la mĂ¡quina burocrĂ¡tica del Estado santafesino, es una mĂ¡quina de propaganda electoral”.
El oficialismo manifestaba su sed proselitista, su deseo de encarnar en la conciencia popular su polĂtica estudiada. Y los mĂ¡s altos representantes del Estado, veĂan la avalancha de sus correligionarios con gesto indiferente. Hasta que colmada la medida, hasta que habiĂ©ndose producido la protesta de los partidos adversarios, cuando la tolerancia era cosa demasiado visible y ostensible, es que el gobierno certifica su fe de distanciamiento polĂtico por medio de una preceptiva que enamora, que convence, de atenernos Ăºnicamente a su letra.
Pero era tarde, reiteraba el diario.
Nadie creerĂ¡ en su Ă©tica. Y es que nadie puede concebir que la bella doctrina del decreto haya llegado a la mente gubernativa por generaciĂ³n espontĂ¡nea. No. El gobierno sabe, como lo sabe todo el mundo, que la intervenciĂ³n polĂtica de los funcionarios pĂºblicos, su intervenciĂ³n electoral, mejor dicho, es pues una inmoralidad incalificable. Y a pesar de ello lo ha tolerado.
Y finaliza diciendo:
Aseguramos que el decreto del Poder Ejecutivo es de un contenido magnĂfico, de una moral indiscutible, de una rectitud elevada. Pero no se cumple, no ha de cumplirse. El oficialismo conoce su fondo y se burla de la forma. ¿CĂ³mo le serĂa dable de no hacer propaganda electoral, cuando se halla convencido que sin ella su derrota serĂa mĂ¡s dolorosa? No le pidamos peras al olmo.
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