Cuando hace calor, de eso hablamos. Cuando hace frío, hablemos de presos fugados que vuelven a la cárcel porque tenían frío.
En agosto de 1932, como casi en todos los agostos, hacía frío en Santa Fe. En la cárcel de Las Flores dos condenados planean una fuga.
Se trataba de Antonio Ritter, de 23 años, que cinco años antes había asesinado a su socio en Nuevo Torino. Su condena fue de reclusión perpetua, conmutada a 20 años de cárcel por su buena conducta. Por eso mismo, estaba encargado de la usina eléctrica del penal. Por otro lado, Celestino Mionis, de 22 años, que siendo menor de edad había asesinado a su padre, también era considerado un preso de buena conducta y por lo tanto, habían dejado bajo su responsabilidad la Farmacia de la cárcel.
Según relata el diario El Litoral, el 28 de agosto, a las 19.50 horas, “el viento era persistente y aullaba con fuerza en el campo abierto del distrito Las Flores”. En ese momento, el penal quedó a oscuras, lo que no llamó demasiado la atención dado el clima imperante y se buscó al encargado de la usina. No se lo encontró. Un guardia dijo haberlo visto yendo hacia la enfermería.
Buscándolo, llegaron hasta la farmacia y la encontraron cerrada con llave. Cuando lograron entrar, se dieron cuenta de que se había llevado a cabo una evasión. Un barrote de la ventana del edificio estaba limado y en el suelo encontraron dos cuchillos, “una blusa de penado”, un pedazo de hule y un poncho.
Cuando se realizó el recuento de presos, faltaban Ritter y Mionis.
La reconstrucción de El Litoral señala que el primero planificó la fuga, valiéndose de su condición como encargado de la usina, debilitando los automáticos, haciéndolos saltar desde la enfermería y produciendo así un corto circuito que dejó a oscuras el penal.
En un día y medio, los evadidos llegaron hasta Laguna Paiva.
El diario El Orden relata: “Desde la noche de la evasión, bajo una lluvia tenaz, que se prolongó hasta las primeras horas de la madrugada siguiente, Ritter y Mionis deambularon perdidos por los campos. Con las ropas mojadas y las carnes endurecidas por el frío, los dos hombres comenzaron a sentirse poseídos por el pesimismo”.
Uno de ellos tenía algo de dinero, pero “no se atrevían a arrimarse a ningún boliche temerosos de ser prendidos por la policía”. Ya al anochecer del otro día, “cuando el cansancio y el pesimismo comenzó a apoderarse de ellos resolvieron jugarse una carta y llegaron a un almacén, donde hicieron un aprovisionamiento de cigarrillos y chocolates”. El dueño del negocio no sospechó nada.
Cerca de la medianoche ambos fugados se echaron junto a un vagón. “La resistencia física, agitada en los primeros momentos por las ansias incontenibles de huir, estaba definitivamente agotada y el pesimismo los había dominado por completo”.
Distinguieron entonces a dos agentes. Según El Orden, podrían haberlos evadido, pero ni siquiera intentaron hacerlo. “¿Para qué?... ¿la libertad, en esa forma, no imponía un tributo demasiado valioso?”
No opusieron resistencia a su arresto, “como si su captura implicara tácitamente una liberación”.
En la comisaría de Laguna Paiva pidieron algo caliente. Se les ofrecieron mates, que ellos “absorbieron con fruición, hasta agotar el verde brebaje del recipiente, símbolo de la hospitalidad criolla…”
Luego fueron traídos a Santa Fe, donde fueron alojados en las celdas del Departamento Central. “Estaban con frío y con hambre. La tropa les dio galletas y café y después de restaurar sus organismos, se echaron en el piso de la celda, durmiendo como ángeles”, dice el diario.
El Orden, fiel a su estilo que ya revolucionaba al periodismo santafesino y a sus lectores, logró entrevistarse brevemente con los recapturados y asegura que al entregarse a la policía “lo hicieron contando estar vencidos por el hambre y por el frío y convencidos de que el precio de su libertad era demasiado caro”.
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