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El destino escrito en el rostro

Tengo unas tres o cuatro historias que produje cuando Maxi Ahumada me invitó a colaborar en la investigación de lo que luego se convirtió en “Quijotesco”. De los informes que escribí, este que publico me resulta el más pintoresco. Trata de cómo un asesinato termina por llevar a Jorge Mullor (el quijotesco biografiado) al puesto público que, pasados los años, lo terminará poniendo en el medio de una leyenda: ser el hombre que le puso un freno a la Coca Cola en Santa Fe. Destaco, como siempre, al diario El Orden, que califica a un asesino lambrosianamente, por sus rasgos físicos. Todo esto a propósito de la presentación del libro en la Feria del Libro Nacional y Popular, este domingo, a las 19 hs. Estáis todxs invitadxs.

Hacia mediados de 1935 el gobierno nacional organizó en la ciudad una Oficina Química. Se nombró en la dirección al Dr. Ángel Mantovani, que hasta entonces ocupaba igual cargo en la Municipalidad. Mantovani solicita y obtiene de la Universidad del Litoral algunas salas del edificio de la Escuela Industrial y la Facultad de Química Industrial y Agrícola para montar las oficinas.

Según puede reconstruirse por las versiones que publican los diarios El Orden y El Litoral, un colega suyo le solicita desde Buenos Aires que ayudara a su sobrino a conseguir empleo. Mantovani decide llevarlo a trabajar con él y se señala en ambos periódicos que incluso amenazó con renunciar cuando fue presionado para que el cargo de secretario fuera para otras personas. Así, es nombrado su secretario, o escribiente, Juan José Sobrero, con un sueldo de 180 pesos.

Oriundo de Victoria, hijo de un acomodado panadero, Sobrero tenía 25 años en ese momento. Al finalizar sus estudios secundarios, su familia decide enviarlo a Buenos Aires por razones de “índole moral”. Se aloja con su tío, médico, y comienza los estudios de Derecho. Según El Orden, ciertos desórdenes hicieron que su tío le aconsejara un cambio de aires y así, mediante contactos con el Dr. Mantovani, se instala en Santa Fe, comienza a cursar Notariado y a trabajar en la OQN.

Los hechos del 11 de noviembre de 1935 comenzaron temprano y se desarrollaron con rapidez. A las 7.09 llegó el secretario; a las 7.15, el jefe. Quince minutos después, ambos se encuentran en el despacho; el primero escribía en un papel “Tengo el agrado de comunicarle…”, tras el dictado del segundo. A esa altura del dictado, siendo las 7.30 horas, sonaron cinco disparos.

Los ruidos se escucharon como explosiones de frascos, o truenos, dijo después Roberto Martínez, un empleado que trabajaba en un laboratorio cercano al despacho. Al asomarse a la puerta, vio a Sobrero, revólver en mano, salir, bajar las escaleras y llegar a la puerta de calle. Al ingresar a la oficina, encontró a Mantovani bañado en sangre. Sobrero había gatillado seis veces, cinco balas se dispararon, dos dieron en el blanco.

El matador, que llega a la calle siendo visto sólo por dos personas, inicia su huida, tranquilo, caminando bajo la lluvia. Se detiene en la farmacia de un conocido en Bulevar y Sarmiento y, empapado, pero calmo, le dice: “Termino de matar al Dr. Mantovani” y “hable a papá”.

La policía, mientras tanto, dispuso vigilar la casa de Las Heras 3162 y puntos de embarque como la balsa, estaciones y el puente Santo Tomé. Pero no fue necesario; Sobrero fue desde la farmacia hasta la Comisaría 5ª. Le dijo al oficial de guardia “Yo no sé lo que he hecho” y entregó el revólver. Frente a preguntas del oficial, reveló que era el autor de la muerte de Mantovani. Hacia allí fue entonces el jefe de la División de Investigaciones, que dispuso el traslado de Sobrero al Departamento Central de Policía.

En el interrogatorio adujo que era objeto de diversos agravios por parte del Dr. Mantovani: amonestaciones, exigencias de renuncia e incluso ofensas a su familia. Además, dijo que segundos antes de su muerte, Mantovani “me quiso agredir, se levantó del asiento y me dio una bofetada. Quería darme otra y entonces yo saqué el revólver y gatillé”.

De Mantovani, los diarios El Orden y El Litoral recordaron que fue asesinado a los 37 años. Que había sido uno de los redactores del Código Bromatológico Municipal. Que había publicado muchos trabajos de investigación. Facultades, colegios profesionales, centros de estudiantes, funcionarios municipales, provinciales y nacionales adhirieron al duelo provocado por su muerte.

De Sobrero se publicó que era un hombre “aparentemente irresponsable”, con “evidentes signos de degeneración mental”. Eso en El Litoral. Pero El Orden, fiel a su estilo que había comenzado casi diez años antes, lo calificó como “loco”, “tarado peligroso”, “paranoico”, influenciado además por la temperatura y el clima de la ciudad,  y como prueba irrefutable de ello señala: “así lo prueba su rostro”, publicando en su portada una fotografía del rostro de Sobrero con flechas que marcaban las características que, según el paradigma de la época, demostraban indubitablemente que el destino de Sobrero, no era otro que ser un asesino.

El pie de foto afirma:

El rostro del asesino del doctor Mantovani, acusa rasgos característicos de desequilibrio y peligrosidad. Es el rostro de la locura latente, de la irresponsabilidad, pero también aparecen reflejos por medio de estigmas degenerativos, del apasionamiento cruel, de la premeditación enfermiza y de la obsesión paranoica.

El juicio
Al haberse producido el crimen en oficinas nacionales, la justicia provincial y la federal se disputaron el caso. Fue la Corte Suprema de Justicia la que debió intervenir, dándoselo al juez federal Hernández López.

En marzo de 1936 el magistrado ordenó pericias sobre Sobrero, de las que resultaron que “no era un alienado mental”; “no poseía ningún desequilibrio nervioso”, que era “inexplicable que en el momento del hecho él haya podido sufrir emoción tan fuerte que no le permitieran el pleno dominio de sus facultades”. Una vez abierta la causa a prueba, debió designarse una nueva junta médica que declaró: que el procesado era “un degenerado hereditario que padece del delirio sistematizado de interpretación a base de ideas de persecución con alucinaciones auditivas”; que no era responsable de sus actos; que en el momento de los hechos “no ha podido dirigir sus acciones ni comprender la criminalidad del acto cometido”; que “siendo un inadaptable en absoluto del medio debe mantenérselo recluido” ante su peligrosidad.

Frente a tales contradicciones, Sobrero fue recluido en el Hospicio de Las Mercedes, donde los médicos que lo observaron confirmaron las afirmaciones de la segunda pericia.

Así, en febrero de 1937 el juez Hernández López sentencia la inimputabilidad de Sobrero y ordenó su internación en el Hospicio mencionado. Los fundamentos, según publica El Litoral fueron que en el procesado “habían desaparecido esos elementos que hacen agradable la convivencia, que nos mueven a compartir con nuestros allegados los momentos de alegría y de dolores y que había reemplazado el modo de ser natural en el hombre que no se siente solo, por un sentimiento de recelo que lo inducía a desconfiar de cuantos lo rodeaban y a creer a cada momento que lo querían hacer víctimas de burlas, de bromas y de persecuciones”. 

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