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Carnavales de copetudos

Las crónicas de los carnavales santafesinos de 1900 traen algunas particularidades. Además del lenguaje cargado de metáforas casi irrisorias, y de la descripción de los festejos de la alta sociedad, el pueblo “raso”, también festejaba, aunque con incidentes.

El carnaval es una de las fiestas más antiguas de la humanidad. Es una fiesta de orígenes paganos, relacionados al culto al dios del vino, Baco y que, de a poco, se fue arraigando en la tradición cristiana. Santa Fe era una ciudad muy religiosa y durante mucho tiempo, los días de carnaval eran feriados y había grandes festejos.

Tras el primer carnaval del siglo XX, el diario Nueva Época realizó su obligada crónica.

No le gustó a ese periódico cómo se había festejado ese 1900.

Faltó entusiasmo en los festejos de carnaval; hubo ausencia completa de animación, pero con todo logramos proporcionar al pueblo algunos momentos de alegría, que en algo habrán compensado sus infinitas amarguras
escribía un periodista.

La proclamada decadencia del carnaval es notoria; apenas queda el recuerdo del bullicioso alborozo con que en otros años se celebró. Las gentes se mostraron desganadas –el retraimiento general se hizo visible lo mismo en el corso que en las calles, muy especialmente el primer día

El corso había tenido un trayecto demasiado extenso (nueve cuadras), aunque la iluminación había sido irreprochable:

espléndidas las combinaciones de luces multicolores que formaban los inmensos arcos distribuidos con perfecto acierto en todo el recorrido. No hubo otro adorno. Los balcones engalanados podían contarse con los dedos de las manos y los palcos apenas alcanzaron a siete, incluso el del Club del Orden, en el que se congregaron muchas de nuestras familias distinguidas.

Menos mal, algo es algo.

La crónica de Nueva Época, utiliza un lenguaje “florido” imposible, para bien o para mal, de encontrar en los periódicos actuales.

Por ejemplo, en la segunda noche de festejos, llovió. Y así lo publica el diario:

El corso se iniciaba con marcada animación, pero a eso de las diez a las nubes se les ocurrió ponerse de duelo obligando la lluvia fina y persistente a retirarse por intervalos a la mayor parte de las familias.

Después se dedica a realizar la crónica del baile organizado en el Club del Orden. Luego de describir minuciosamente el vestuario de las damas santafesinas, salió el sol y había que volver a los hogares. Y así describe ese momento el diario:

Hacía ya una hora que el rubio Febo había asomado su brillante cabellera en el oriente, cuando se dieron cuenta que era necesario salir de ese éxtasis en que se vivía volviendo a la realidad de la vida; principiaron a desfilar por la alfombrada escalera las dichosas parejas y el salón un momento antes tan lleno de luces, bullicio y alegría quedó sumido en la oscuridad y en el silencio

El pueblo carnavalero

Más allá de los copetudos, también el pueblo raso festejaba.

En el año 1900 se habían expedido 311 permisos de disfraz, aunque no todos fueron utilizados.

Ese año el pueblo “ha sabido guardar admirable compostura”, explicaba el diario Nueva Época.

No abusó de las franquicias de que gozaba ni produjo acto alguno censurable. El juego con agua se hizo con moderación en todas las secciones fuera del corso en que era tolerado por las autoridades. La conducta de la policía ha sido también correctísima.

Pero hubo un incidente. Una mujer, Paulina de Milani, quemó con caldo hirviendo al niño de 10 años Casimiro Leyes. El delito de Casimiro, el “rapazuelo”, según el diario, había sido permitirse “el lujo de arrojarle un balde con agua”.

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