El visitador apostólico en la arquidiócesis de Montevideo, monseñor Johannermann, dictó en 1918 un auto sobre las modas dirigido a la mujer uruguaya. La palmaria pertinencia para las descocadas mujeres santafesinas, hicieron que fuera publicada también por el diario Nueva Época.
Decía el monseñor que quería llamar la atención de las madres de familia y de las jóvenes cristianas “sobre un abuso, en extremo pernicioso, que se va introduciendo, desde hace tiempo, en nuestra mejor sociedad; me refiero, como ya habréis podido imaginarlo, al abuso de las modas en la indumentaria femenina y a los pocos escrúpulos que quizás sin advertirlo, va sintiendo la mujer, en esa materia tan delicada y tan digna de no ser puesta en olvido por quienes se precian de honestas y recatadas”.
Pena y alarma causaba en cualquier persona “con sano criterio” (léase hombres) ver “cómo la mujer, tan delicada y tan escrupulosa siempre en su manera de vestir, haya podido, en tan pocos años, familiarizarse con ciertas modas que en nada, seguramente, consultan el decoro y la honestidad, y que, por el contrario, hieren de muerte el pudor, convirtiendo en piedra de escándalo a las mujeres, otrora, prototipo y ejemplares de recato y de cristiana pulcritud”.
Continuaba:
Pero desalienta y oprime, aún mucho más, al corazón cristiano, ver cómo ni siquiera los templos que fueron siempre lugar de veneración y de profundo respeto, escapan hoy a la profanación de esos abusos de las modas, tan contrarios al espíritu cristiano, y, por eso mismo, tan indignas de la Casa de Dios, de la santidad de culto y de la grandeza de sus sacramentos.
Para el cura, había falta de compromiso de ciertos fieles que no habían advertido a las mujeres la incompatibilidad de la moda con la religión.
Pero la mayor responsabilidad era de los sacerdotes, a quienes se solicitaba tomaran medidas enérgicas sobre las perniciosas costumbres:
Alarmada indudablemente, por estos frecuentes abusos, nuestra madre la Iglesia, cuya misión es velar por la conservación de la fe y de las sanas costumbres, condena enérgicamente tan abominable y perniciosas novedades en las modas de la indumentaria femenina y llama la atención de todos los prelados del mundo para que se tomen medidas severas a ese respecto, a fin de que, cuanto antes, cesen tan reprobables costumbres y no pierda la mujer la preciosa aureola de pudor que la religión colocó sobre su frente.
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