Descubrí Río de las congojas gracias a un buen amigo (Y qué poco sabemos, sé, de dónde encontrarnos, de dónde bucear en nuestra “santafesinidad”…). Encontré muchas reflexiones sobre este libro: la maternidad ausente en la literatura argentina; el inevitable emparentamiento entre ese cuerpo ausente/presente durante tantos años –Eva Perón— y el omnipresente cuerpo de María Muratore; el impresionante poema que abre el libro y que, publicado en 1981, decía mucho acerca de nuestros muertos-desparecidos.
Sin embargo, y con la sola y escasa autoridad que me da ser apenas una simple lectora compulsiva, habrá que apuntar que Río de las congojas dice mucho de nosotros mismos, desde el pasado, pero también desde el presente y tal vez desde el futuro.
Me quedo con el arraigo de Blas, con su desprecio a quienes se van, después de haber buscado tierra y mando, con las traiciones, que nos marcan desde hace tanto, con la mirada al sur porteño y esos barcos que pasaban sin detenerse, con quien elige morirse mirando al río de las congojas.
Y ahora salen yéndose de la tierra que mezquinaban. Ya pasó, al parecer, el último carro y los dueños de la tierra no se la pudieron llevar. Como ratas por tirantes van por el camino que los ve marcharse de Santa Fe. Lo que sin intención pregunto: ¿Ónde fue que dejaron sus alcurnias, sus escudos, las herencias que malquistaban y las escrituras de sus predios? Poco es lo que se llevan. Sí, pues. Olvidado.
Con la noche, sobre las casas abandonadas, el camino, sumido en sueños, ha de escuchar como tantas veces, a las últimas campanadas rodar como candiles apagados amortiguando el dormir y el ladrar de los perros ausentes.
Y con la certeza de que
fuerza, no sea que alguna vez
nuestros enemigos los desentierren y se los lleven consigo. Y entonces
sin su protección nuestro peligro iba a ser doble. ¿Cómo
podríamos vivir
sin las casas, nuestros muebles, nuestras tierras y,
sobre todo,
sin las tumbas de nuestros antepasados guerreros o
sabios? Recordemos
cómo robaron los espartanos de Tegea los huesos de
Orestes. Convendría
que nuestros enemigos nunca supiesen dónde los
tenemos enterrados.
Quizá será más seguro que los guardemos
dentro de nosotros mismos, si podemos,
o, todavía mejor, que ni siquiera nosotros sepamos dónde
yacen.
Tal como se han puesto las cosas en nuestros tiempos
--quien sabe--,
puede que hasta nosotros mismos los desenterráramos
y los tiráramos algún día.
Yannis Ritsos
Libertad Demitrópulos. Río de la Congojas. Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2007
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