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Ley mordaza


Santa Fe tuvo dos experiencias legislativas alrededor de cómo regular los contenidos de la prensa. El debate alrededor de la primera de ellas.

Muy poco se ha difundido acerca de los intentos que tuvo Santa Fe a lo largo de su historia por “regular” la imprescindible libertad de prensa. Mucho menos acerca de las dos experiencias que transitó nuestra provincia cuando el ejercicio del periodismo estuvo efectivamente normado.

Desde el Estatuto Provisorio redactado por Estanislao López, las sucesivas constituciones tuvieron algo que decir sobre la libertad de prensa.

En la Santa Fe anárquica de 1819, cualquiera que “por su opinión pública” fuese “enemigo de la causa general de la América, o especial de la Provincia”, era equiparable a un deudor al fondo público o a un acusado por un crimen, incluso con semiplena prueba: en estos tres casos, la persona era castigada con la suspensión de las prerrogativas de ciudadano.

En la siguiente Constitución, dictada en 1841, la provincia se arrogaba el derecho de “ejercer libremente el poder sensorio (sic) por medio de la prensa”. Excepto la Constitución Provincial de 1856, mientras ya estaba vigente a nivel nacional el derecho de publicar las ideas por la prensa sin censura previa, todas nuestras cartas magnas reservaron a la Legislatura la atribución de dictar “leyes de imprenta” (1863, 1872, 1883, 1890, 1900, 1907, 1921, 1949, 1962).

Esa facultad fue utilizada en dos oportunidades: en 1876 y en 1937 Santa Fe tuvo polémicas leyes de prensa.

La felicidad de los pueblos

El ministro General de Gobierno Manuel Pizarro aseguró ante los diputados que no lo movía ningún interés al promover la primera ley de imprenta de Santa Fe.

Estaba ligado familiarmente al entonces ex gobernador y presencia política ineludible en aquellos días, Simón de Iriondo.

Pizarro se presentó insistentemente ante los legisladores para exigir la sanción de una ley de imprenta argumentando que la misma daría “felicidad al país” porque estaba llamada “a matar y extirpar para siempre el abuso y la licencia para afianzar más la posesión de la verdadera libertad”.

La ley del 2 de octubre de 1876 estableció que ciudadanos y periodistas eran libres de emitir por la prensa sus pensamientos u opiniones, pero con sujeción a las prescripciones por abuso de la libertad de imprenta.

Los delitos tipificados podían producirse en las publicaciones subversivas y sediciosas, que atentaran contra la Constitución, el decoro, el orden público, el culto católico y sus ministros; las obscenas e inmorales que ofendieran la decencia pública o las buenas costumbres.

Esta norma, hubiese sido la delicia de algunos actuales funcionarios. Calificaba de calumniosas a las publicaciones que imputaran a funcionarios públicos crímenes, delitos, excesos o faltas en el ejercicio de sus funciones que no resultaran comprobadas en juicio. Tanto la calumnia como la injuria se cometían, según los promotores de esta ley, “aunque se disfracen con sátiras, invectivas, alusiones, anagramas a nombres supuestos. Constituyen también delito de Imprenta toda caricatura, grabado o estampa obscena, inmoral, calumniosa o injuriosa, por la representación gráfica del pensamiento”.

Como si fuera poco, un capítulo de la ley se dedicó a establecer que las imprentas existentes a esa fecha y las que se instalaran en la provincia, debían inscribirse ante el Jefe de Policía. No hacerlo significaba la calidad de clandestina y se imponían fuertes multas que podían hacerse efectivas por la propia policía sin más trámite que la constancia de los hechos.

Durante más de 60 años rigió esta ley en la provincia, hasta que la versión santafesina del “fraude patriótico” tomó las riendas (Ver Habemus ley).

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