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El país soñado

Argentina tiene que volver a ser lo que fue a inicios del siglo XX, dice ligero de ropas Mario Vargas Llosa. Ya, cuando los festejos del Bicentenario, asistimos a esta discusión, pero volvamos, volvamos a lo que no hay que volver.

Hay tanto y tanto para decir de lo que era este país en los inicios del siglo XX. Para la “gente de a pie”, sería absolutamente indispensable bucear en su propia historia. Preguntar a los abuelos lo que recuerdan de sus abuelos, revisar la historia que se transmite boca a boca. ¿Qué hacían tus tatarabuelos en 1910?, por ejemplo. ¿Vivían en un país “vivible”? Es más cómodo mirar TN o leer Clarín. Y tragar sin masticar que Argentina era hermosa cuando se iniciaba el siglo XX, estaba bajo estado de sitio y rendía honores a la infanta española (“No vale la pena investigar un poco para ver si la verdad de la sociedad establecida debe seguir repitiéndose; investigar es dudar y eso es para ratas de biblioteca o para tímidos espirituales pero no para gente de éxito, para triunfadores rápidos” -Osvaldo Bayer: Severino Di Giovanni, El idealista de la violencia).

¿Cómo era Argentina, cómo era Santa Fe en los añorados años de principios del siglo XX? ¿Cómo eran, qué hacían nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos en esos años (*)?

Dependerá de la edad del lector, pero nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos (siempre que asumamos que el lector es “gente de a pie”) eran unos pobres tipos.

Hay un libro imprescindible para conocer de primera mano cómo vivían nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos. Hay que tomarse el trabajo de leerlo. Está digitalizado en la web del Ministerio de Trabajo de la Nación.

Se trata del Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República. Porque, asumo, está leyendo “gente de a pie” que, aunque les moleste el mote, aunque le cueste asumirse de tal modo, es, como yo, trabajadora, integrante de una “clase”, la obrera.


Estos son mis abuelos, mis bisabuelos y mis tatarabuelos. Gracias a ellos por padecer lo que yo no debo padecer. No quiero volver a ese país que así los maltrató y al que el señor Vargas Llosa y el coro de la derecha idiota (porque una cosa es la derecha, y otra cosa es la derecha idiota) nos quiere hacer volver:

En Rosario, por ejemplo, Juan Bialet Massé visitó la Refinería Argentina. Lo primero que percibió fue “el estado de las niñas pequeñas; algunas estaban anémicas, pálidas, flacas, con todos los síntomas de la sobrefatiga y de la respiración incompleta”. Los talleres de herrería y carpintería de esa ciudad presentaban “el abuso máximo de los niños; hay un verdadero exceso de aprendices, a los que se hace trabajar como hombres”. También en Rosario, así describe el trabajo en los teléfonos: “las obreras están apretadas, respirando un aire forzosamente malo, y la prolongación del servicio es tan atroz que no me explico cómo pueden aguantar; aunque el estado de esas niñas se vea al primer golpe de vista. Hay en el teléfono veintiséis mujeres desde dieciséis años en adelante; no pueden ser casadas ni viudas; y trabajan siete horas continuas (…). Las niñas están demasiado juntas, se tocan, el salón no es bastante ni está dispuesto de modo que la renovación del aire se haga por una corriente continua. Es preciso acudir en auxilio de esas pobres niñas, futuras madres de seres degenerados, cuando a ellas mismas no se las lleva la tuberculosis”.

Vengamos a Santa Fe, al puerto de Colastiné. Los estibadores, relata Bialet Massé, trabajaban “en una atmósfera hirviente, que llega a 48º al sol”. “Este trabajo no lo puede hacer sino el criollo; el europeo no lo resiste sino en número muy corto y excepcional; es lo que llaman los ingleses trabajo de negros”.

El estibador de Colastiné era, generalmente, analfabeto. “El alcohol lo hace agresivo y pendenciero (…). En las horas del mediodía apenas un diez por ciento aprovechan el descanso; muchos lo pasan con la taba en mano, peleándose mutuamente, con todas las reyertas y alborotos que el juego lleva consigo. Por la noche la parranda y el juego les ocupa una gran parte, cuando no toda ella, y entran al trabajo completamente fatigados”. Agrega: “Si alguno se acerca al obrero para aconsejarle la instrucción, la moralidad y la economía, la asociación y la dignidad, los contratistas lo miran con ojos torvos, y acusan de anarquismo y perturbador, valiéndose no importa de qué chismes e intrigas, a todos los que creen que perturban la explotación villana que ellos hacen al obrero, al que consideran menos que a un animal barato, porque nada les cuesta, ni tampoco el reemplazante, si se inutiliza o perece”.

Allí había constantes accidentes de trabajo en la carga y descarga de los buques. Eran en un 99% evitables, decía.

No se pagaban esos accidentes, o se hacía de manera irrisoria, escribió. “Los cargadores y capitanes burlan a los pobres obreros de una manera criminal; y éstos se pueden dar por muy contentos si logran la asistencia y medio jornal hasta el restablecimiento. Los capitanes dan como vigente en el país el medio jornal de las leyes europeas, aunque el Código Civil argentino establezca el jornal entero, y como el obrero no sabe esto, recibe lo que le dan y todavía da las gracias”.

La mecánica era más o menos así, según lo describía Bialet Massé: “El gran medio es ganar tiempo, para que no haya testigos, y en todo caso dificultar la prueba, y como conocen el criterio extraviado de nuestros tribunales respecto a las culpas, dicen siempre que la culpa es del lesionado. Por lo que hace a la indemnización misma, pretenden y logran casi siempre pagar una pierna o un brazo roto con 100$ y la vida con 200. El pobre obrero, que les conoce las mañas y sabe que casi siempre se queda sin nada, cuando le dan algo lo toma como una suerte”.

El verdadero mal en el Puerto de Colastiné eran los intermediarios. Escribía Bialet Massé que los contratistas eran todos extranjeros y ganaban muchísimo dinero. Decía también que para desempeñar ese trabajo se necesitaban las astucias de un felino; que eran verdaderos zánganos de la colmena y los fomentadores del vicio del obrero. Le adelantaban el dinero, bebían con él y con él chacoteaban y se lo “entregaban” al almacenero, que terminaba con lo que le quedaba al trabajo: venderle o fiarle “veneno alcohólico a precios exorbitantes”.

Es de ver cómo el intermediario suaviza su cara de vinagre y alienta a su obrero al juego, a la bebida y al prostíbulo, en que tiene generalmente parte: ‘No pongas esa cara triste; pa’ eso tenés un buen patrón; tomá hombre ese vale y no me faltes al trabajo, que te tengo dada mucha plata; ni te juntés con esos pillos de la sociedad, que son unos anarquistas, que cualquier día los va a fusilar la policía’. El peón promete, agradecido, hacer lo que el buen patrón le pide. Y lo cumple”, describe Bialet Massé.

En la zona, decía, no existía el espíritu de asociación. Se habían formado dos sociedades, una de obreros, que tenía como verdadero fin el de sustraerse de los intermediarios y otra de obreros y patrones, “que es como decir de lobos y de ovejas”.

El trabajo más duro visto por Bialet Massé era el de las lavanderas. “Bajo un sol de 48º C al mediodía, sin una ramada que las proteja, trabajan diez y más horas, ganando un pequeño jornal que raramente llega a 2 pesos, y es en general de 1.20 a 1.30”.

He aquí, entonces, un poco del país soñado.

(*) No puedo evitar una relectura sesgada a su vez por la lectura de “El Flaco” (José Pablo Feinmann) del discurso con el que asumió Néstor Kirchner la presidencia en 2003. Por lo que dice, pero también por lo que ignora: “Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros. De nuestra generación, que puso todo y dejó todo, pensando en un país de iguales". Los sueños de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, y de nuestros padres fundadores: no los sueños de “el campo” y de “el ejército”, “los pilares de la patria”.

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