Searching...

Cautivas de siglos


“Historias entre la apatía y el ejemplo”, son los casos que aquí se presentan. Uno, de 1932, donde José María Rosa (h), que antes de ser historiador fue juez en la ciudad, desbarató a una banda que comerciaba mujeres. Otro caso, más cercano, en el que la justicia miró para otro lado.

“La Liberman manifestó  entonces que había querido retirar la denuncia porque había sido visitada por un amigo de sus explotadores, Salomón José Korn, el que la había convencido de que debía hacerlo así, si no quería que la sociedad interviniera en el asunto, haciéndola matar”. Crítica, 30 de septiembre de 1930.
“Se escucharon tiros en la puerta de su casa y gritos que la acusaban de ‘buchona’. Un par de días más tarde, Cecilia y su mamá se desdijeron [del relato sobre las amenazas] (…).
Cecilia había narrado que estuvo cautiva en un prostíbulo de San Francisco”. Crítica de Santa Fe, 2 de agosto de 2009.

Romina y María Cristina fueron esclavas. Es factible que esa condición haya sido para ellas, si no natural, por lo menos sí una fatalidad, una de esas cosas que pueden pasarte. Es probable que ninguna de ellas haya oído nombrar a Raquel Liberman ni a José María Rosa. Sólo saben que se rebelaron contra esa fatalidad, pero otra vez les tocó la mala.

Este trabajo se propone desempolvar una historia que tuvo amplia repercusión en Santa Fe hace casi ocho décadas, cuando un juez equiparó a la trata de personas con la esclavitud, y compararla con casos recientes; se pretende demostrar que el tiempo transcurrido fue  en muchos casos en vano, que lo único que ha cambiado con el paso de los años es la sofisticación con la que ciertas personas suelen apropiarse de las mujeres y que, a veces, con rebelarse no alcanza.


Rebeldías que no alcanzan

La ciudad de Santa Fe ha sido históricamente un lugar de captación de mujeres para su posterior tráfico. De este lugar provienen los principales proxenetas.

Difícilmente Romina Gamarra, María Cristina Ojeda ni tampoco Cecilia Castro sepan o quieran saber sobre datos, cifras o informes periodísticos. Como tantas jóvenes mujeres conocieron la realidad concreta, las amenazas, los tiroteos, y el sometimiento a través el miedo. Como otros, los relatos de Romina, María Cristina y Cecilia se perdieron en la marea policial y judicial, y se borraron de la memoria como esas cosas que pretenden olvidarse, como si nunca hubieran pasado, pero pasaron: estuvieron secuestradas, obligadas a prostituirse durante doce horas al día, o más, encerradas y sin posibilidad de comunicarse.

Levantarse, comer algo, bañarse, lavar ropa, “trabajar” todo el tiempo que los clientes lo requieran; así es un día en un prostíbulo rutero de la Argentina para una santafesina. “No quiero”, se puede decir, por supuesto que sí; pero también se puede escuchar que te van a matar, a vos, a tu hermano, o a tu viejo; y entonces no importa el asco, no afecta un golpe, las marcas de una atadura, o una quemadura de cigarrillo. El “no quiero” se transforma rápidamente en un “sí debo”.

Romina, Cristina y Cecilia fueron ayudadas ocasionalmente y lograron escapar. Las esperaba el abrazo aliviado de mamá o del hermano. Supusieron quizá que las aguardaba además la preocupación de policías y jueces, porque los nombres de los secuestradores se sabían y el objeto del cautiverio también. Pero se encontraron con balas silbando en sus ventanas. “Buchona”. La cara del secuestrador asomando a la ventanilla de un auto que pasa por la puerta de su casa. “¿Qué te pensabas nena? O te retractás o te mato, o a vos, o a tu hermano… lindo tu hermano…”

Y después: “fui porque quería”, “nadie me secuestró”, “yo mentí”.

Y se escucha o lee por ahí “¿no te dije yo?, putitas de mierda, qué las van a secuestrar…”.

Y las puertas de los Tribunales se cierran para siempre.

Prostitutas con carné

La Santa Fe de los años ’30 tenía unas cuantas diferencias con ésta de la primera década del siglo XXI, y algunas similitudes también.

La Avenida Freyre de hoy marcaba y marca un límite más que geográfico. El oeste de los “delincuentes” de hoy, era hace 80 años (y más), la frontera que separaba la decencia de la inmoralidad, los honestos de los “tenebrosos”, para usar el lenguaje de la época.

En 1915 el Concejo Deliberante había sancionado un Reglamento del Ejercicio de la Prostitución que definía una zona de exclusión: no podían establecerse prostíbulos en la parte “sana” de la ciudad. Por contraposición, los burdeles se ubicaban en el área “enferma”, fuera de los bulevares Gálvez y Pellegrini al norte, J. J. Paso al sur y la calle San Lorenzo al oeste; el Río Santa Fe era el borde en el este.

De los 81 artículos que componen la ordenanza, se analizarán algunos que ayudan a comprender el desarrollo de este caso.

Las “casas de tolerancia” sólo podían estar habitadas por prostitutas que se hallaran inscriptas y en esos lugares se prohibía, entre otras cosas, tener paredes, pisos o muebles que pudieran servir de escondite a las personas.

La definición dada por los ediles a las prostitutas es la siguiente: “Toda mujer que se entregue al acto venéreo con varios hombres, haciendo de ello su medio de vida habitual, mediante una retribución en dinero u otros objetos para sí misma o partibles con otra persona que explote su tráfico”.

Para lograr la inscripción que la habilitara a ejercer la prostitución, la mujer debía ser mayor de 22 años. En una sala especial de un dispensario (se dejaba expresa constancia de que ellas no podían hablar en voz alta en esos recintos y además sólo debían contestar a las preguntas que les hiciera el personal) estaba obligada a dejar sus datos, realizar un examen y recibir asesoramiento de un delegado local de la Asociación Nacional contra la Trata de Blancas (*)

Con una expresión cuasi literaria, la ordenanza especifica que la mujer debía ser interrogada acerca de si “abraza la prostitución libremente” (**).

Así reglamentado el ejercicio del oficio, el diario Santa Fe emprende una feroz campaña contra la trata de blancas los meses de agosto y septiembre de 1932, justo cuando la ciudad de Rosario acababa de derogar su ordenanza análoga y ponía plazos para el cierre de todos los prostíbulos del municipio.

Los tenebrosos frente al periodismo

El periódico enmarca sus denuncias en la presencia en la ciudad de tentáculos de la “Zwi Migdal” (aquella organización enmascarada en una Sociedad de Beneficencia que traía engañadas al país a mujeres pobres, especialmente de Polonia, para ejercer la prostitución), algo verdaderamente improbable luego de la debacle de la organización tras el escándalo provocado por la acusación de Raquel Liberman en 1930. Acaso la necesidad de mayor impacto y el clima reinante de antisemitismo en el país hayan decidido a los editores a encabezar todas las entregas relacionando a los tratantes de Santa Fe (españoles, franceses y criollos; nunca judíos) con los de la disuelta Sociedad Varsovia.

La serie de notas logró su objetivo y causó conmoción, al punto que el diario Santa Fe se vio obligado a duplicar su tirada. Señalaba que algunos lectores se tomaban “la molestia de coleccionar estos episodios para formar con ellos un volumen de novela realista”. “Hacen bien”, felicitaba.

La investigación ponía la lupa sobre los prostíbulos Maison París, Tabaris, Edén, Royal, Chanteclair, Palomar y El Santafesino. En todos ellos, decía el periódico, las mujeres eran esclavas.

Salvo en algunos casos, no se detallaban los métodos de captación, pero sí las técnicas utilizadas por los tratantes para mantener a estas mujeres bajo su dominio. Más allá de cuál haya sido el primer paso, luego eran compradas según la clásica fórmula de cualquier mercancía: precio y calidad. Sus propietarios las ponían a trabajar en un prostíbulo, y a ellos se les entregaba cada semana el importe de lo producido por cada mujer, deduciendo gastos y ganancias para los dueños del local.

Según el diario, la compra de una mujer nunca bajaba de los 200 pesos, mientras que los clientes pagaban, según la categoría del prostíbulo, uno, dos o cinco pesos. Basten estos datos para imaginar cuán arduo era el día de cada una de ellas, para que su dueño recuperara la inversión y se llevara luego el total de la ganancia. Por eso era común que para oler algo de dinero, las mujeres recurrieran al robo a los clientes.

El 24 de agosto de 1932, el diario publica la noticia de un hurto. En uno de los lenocinios, una prostituta le sustrajo a un vecino de la ciudad “cuyo nombre no tenemos interés en dar a conocer para evitarle las molestias del caso”, 500 pesos y un reloj. El hombre, tan bien tratado por el periódico, se fue a su casa con la frente alta. La mujer, pasó doce horas en una celda. Ni el dinero ni el reloj fueron recuperados.

Frente a los ojos de la policía, afirma el Santa Fe, automóviles, ferrocarriles, ómnibus y vapores servían para trasladar mujeres y rufianes por la provincia y el país.

El otro componente importante de este círculo eran los espías, bien pagados para cuidar que ninguna mujer escapara. También estaban atentos a la caza de nuevas víctimas “destinadas al santo altar de la lujuria de unos y la avaricia de otros”, al decir del diario.

Sumados a estos informantes, había otros elementos que disuadían de la huida y minaban la resistencia de las pupilas: cocaína, morfina y otros estupefacientes (para algunas, también champagne). “Es el mejor sistema para impedir que las mujeres puedan abandonar la casa. El peligro de verse privadas de la pequeña porción de alcaloides que se les suministra, las retiene como encadenadas al yugo del trabajo infamante”.

Los tenebrosos frente al juez

Quince días de una intensa campaña periodística lograron que un juez emitiera una circular que sacó de la modorra a la policía. “Tengo el agrado de dirigirme al señor Jefe encareciéndole active la represión de la trata de blancas en el Departamento a su cargo. El señor Jefe procederá a sumariar y a poner a disposición de la justicia, a todo aquel sujeto que obligue a una meretriz a ejercer su comercio, obteniendo provecho del mismo (…). Cometen un hecho delictuoso penado por la ley todos aquellos que reduzcan a una mujer a la condición de meretriz o que obtengan ganancias del comercio de ella, sea esta mayor o menor de edad, y con o sin su consentimiento”, manifestó el magistrado.

José María Rosa, juez de instrucción de Santa Fe, tenía en ese momento 26 años y faltaba tiempo aún para que se convirtiera en uno de los referentes del revisionismo histórico.

La policía comenzó entonces a actuar. Se menciona en el diario la existencia de un empleado policial que se infiltró en una de las bandas, haciéndose pasar por “mantenido”, lo que permitió luego al juez realizar allanamientos. En ellos se encontró documentación que probaba el comercio: libretas con los valores producidos por cada pupila, correspondencia ofreciendo a mujeres a la venta, documentos falsos para que menores de edad pudieran “trabajar”. Una de las cartas, es reveladora: “Si quiere mujeres que vaya a buscarlas como hice yo, y no se dedique a sacarle las mujeres a otro, porque le va a costar caro”, decía un proxeneta respecto de otro.

La “razzia” provocó más huidas que detenciones, pero los arrestos, careos y elementos secuestrados fueron suficientes para que, a requerimiento del fiscal Salvador Dana Montaño, el juez resolviera la prisión de Domingo Volpe, Domingo Carullo e Irene Genecio de Arce, a quienes también embargó por mil pesos moneda nacional. Pese a que las capturas habían sido muchas más, sobre esos  “tenebrosos” cayó el peso de la ley.

Relata la sentencia de Rosa que Volpe forzó a una mujer a prostituirse para devolverle el costo de una internación que él había solventado. Se trataba de Paula María del Huerto Frettes, presuntamente menor de edad, quien pidió al juez no ser careada con Volpe, por temor a represalias, de lo que el magistrado creía que había indicios. Rosa concluyó también que Volpe era dueño además de Leonor Mercedes Tomassi de Romano, a pesar de que en su declaración, ésta negara siquiera conocerlo, pero el juez entendió que era una esclava también.

Los procesamientos, finalmente, fueron pocos, pero la ciudad, para el diario Santa Fe, estaba limpia.

Las esclavas

Los casos de Romina Gamarra, María Cristina Ojeda y Cecilia Castro terminaron archivados. Amenazas, intimidaciones y un nuevo secuestro sofocaron la rebeldía. “Los denunciamos [a los proxenetas] por despecho”, dijo una. La otra, aseguró que nunca había sido raptada y que en realidad quería impedir que su novio la abandonara. El cambio de declaración sucedió luego de que Cristina fuera secuestrada otra vez, frente a los ojos de la custodia. Para la policía y la justicia fue suficiente; no pasó nada.

En el caso de Cecilia, el cambio de declaración ocurrió después de escuchar gritos de “buchona” en la puerta de su casa y disparos que pasaban cerca de su ventana. Tras su huida, la policía no investigó más, y la retractación no llamó la atención, porque “si vas a la ruta, te la tenés que bancar”.

José María Rosa, contrariamente, no tuvo reparos en 1932 en plasmar en un fallo algunos conceptos que van más allá de los recientes cambios en la legislación. Señaló que todas y cada una de las mujeres sobre las que secuestró documentación “son COSAS sujetas a transacciones y tráfico entre sus propietarios. Es la condición de la ESCLAVITUD”(*). “Estas mujeres, compradas o simplemente engañadas, son simples ‘máquinas de hacer dinero’ para sus explotadores, que tienen sobre ellas un absoluto derecho y un absoluto dominio. Su título de propiedad emana bien de la compra o bien de la enseñanza de la profesión que ellos le han dado”, dijo el juez, contundente.

En el caso de 1932, no fue necesaria la denuncia de ninguna mujer para que un juez decidiera ir tras los proxenetas. En los casos de 2006 y 2009 que aquí se mencionan, las presentaciones policiales y judiciales no alcanzaron.

Que el ejemplo, aún cubierto por el polvo de ocho décadas, cunda.

(*) Según una información aparecida en el diario El Orden en 1928, la Asociación debió disolverse por falta de fondos

(**) Se mencionan sólo algunos detalles más de este reglamento, cuyo análisis excede el objeto de este trabajo, pero que invitan a un análisis discursivo desde la perspectiva de género.

(***) Mayúsculas en el original.

Bibliografía consultada
  • Defensoría del Pueblo de la Provincia de Santa Fe. Trata de personas. Esclavitud del nuevo siglo. Santa Fe, 2007.
  • Diario Crítica de Santa Fe. Julio de 2009.
  • Diarios Página 12, Clarín (Buenos Aires), La Capital (Rosario), Uno (Santa Fe). Noviembre de 2006.
  • Diario Santa Fe. Agosto y septiembre de 1932.
  • Drucaroff, Elsa. El infierno prometido. Una prostituta de la Zwi Migdal. Sudamericana, Buenos Aires, 2006.
  • Ielpi, Rafael y Zinni, Héctor. Prostitución y rufianismo. Encuadre, Rosario, 1974.
  • López Rosas, José Rafael. Santa Fe, la perenne memoria. Municipalidad de la ciudad de Santa Fe, Santa Fe, 1993.
  • Reglamento del Ejercicio de la Prostitución. Ordenanza Nº 1526. 5 de junio de 1915.
  • Rosa, José María. Más allá del código. Prisiones y sobreseimientos dictados como juez de instrucción. Edición Gratuita digitalizada y armada por Eduardo Rosa. 2005.
  • http://www.pensamientonacional.com.ar/biblioteca_josemariarosa/MasAlla/index.htm
  • Zinni, Héctor. El rosario de Satanás. Historia triste de la mala vida. Centauro, Rosario, 1980.

Este trabajo obtuvo el 2º premio del concurso Mujeres rev/beladas, organizado por el Ministerio de Innovación y Cultura y el Sindicato de Prensa de Rosario en 2009.

0 comentarios:

 
Back to top!