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El gran invento de nuestro tiempo

Así calificó José Arcadio Buendía al hielo. En Santa Fe (tan parecida a veces a Macondo) dos empresarios, hace más de 100 años, lograron darle más consistencia al hielo, una ventaja “para todas las clases”.

Cómo no recordar, antes de iniciar esta historia, la frase con que se abre “Cien años de soledad”: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

En 1902, mucho más lejos (o quizás tan cerca) del Macondo de García Márquez, un periódico santafesino se hacía eco de una gran noticia: los empresarios santafesinos habían logrado darle más consistencia al hielo.

“Este artículo de consumo obligado en la estación en que entramos, queda desde ahora al alcance de todas las clases, merced a la liberalidad de los industriales que lo elaboran. Aparte de la baratura se ha conseguido otra ventaja, darle mayor consistencia que nunca, lo cual importa una economía apreciable para las casas que hacen mayor consumo. Los señores Zerbini y Croppi ya tienen una cantidad considerable de barras a disposición de su numerosa clientela. Un simple aviso telefónico bastará para que se satisfaga en el acto cualquier pedido”.

Abaratamiento y solidez prometían dos empresarios, Santiago Croppi y Alquiles Zerbini, este último gerente de la sucursal de las bodegas y cervecería La Germania.

Ambos, habían acordado un mismo precio para el salvador refrescante y conservante: 1$ las barras de 21 a 22 Kg. y 0.60 por las barras chicas de 11 a 12 kg.

(Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:

—Es el diamante más grande del mundo.

—No —corrigió el gitano—. Es hielo.

José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. “Cinco reales más para tocarlo”, dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto con el misterio. Sin saber qué decir, pago otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia delante, puso la mano y la retiró en el acto. “Está hirviendo”, exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:

—Este es el gran invento de nuestro tiempo.)

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