Varios años antes de que el senador norteamericano Joseph McCarthy impusiera el terror en Estados Unidos a todos los que no rechazaran explícitamente el comunismo, Santa Fe tuvo su dosis.
Corría 1937 y nuestra legislatura trató un mensaje enviado por el gobernador Manuel María de Iriondo (sí, el tío bisabuelo de Ezequiel Martín), que fue defendido en el recinto por el ministro de Gobierno Severo Gómez. En la noche del 25 de junio fue aprobada la ley de Defensa Social.
Se trataba de una norma para proteger nuestra nacionalidad a través de la prohibición de la “propaganda disolvente del comunismo”.
En el debate, el diputado Saggese cuestiona a los constituyentes de 1853, quienes por un exceso de liberalidad permitieron que el país fuera “presa fácil de aquellos que, amparándose en sus prescripciones, cometen toda clase de excesos. Esta es, decía el diputado, una de las causas por las que el comunismo se está entronizando en nuestra nación”. Cita al Dr. Sánchez Sorondo, senador nacional, quien decía: “el país, abría sus puertas a todos los que le abordaban, sin preguntarles, faltando a sus deberes constitucionales, ni quienes eran ni a qué venían. Llegó a crearse un estado de conciencia colectivo; el amor al extranjero nos enorgullecía. Así, se recibían confundidos en el aluvión, sabios e ignorantes, capitalistas y asalariados, burgueses y proletarios, caballeros y asaltantes, legalistas obedientes y rebeldes insumisos, ideólogos imperantes de todas las escuelas inocuas y proselitistas peligrosos. Todo lo que Europa quiso enviarnos o expeler, entre ellos al agitador profesional, anarquista, sindicalista o comunista, envenenado o envenenador, podrido, irremisiblemente podrido, inoculador de su propio virus y agente poderoso de infección social”.
En el articulado de la ley, se prohíbe el funcionamiento de cualquier asociación adherida a las Internacionales Comunistas o relacionada directa o indirectamente con las mismas. Incluso en caso de que no existieran pruebas directas de adhesión formal, siempre que su propaganda oral o escrita o su instrumento estatutario aceptara, propiciara o dispusiera la propaganda de esa doctrina.
También se prohibía taxativamente la circulación de diarios, periódicos, libros folletos… El diputado Luis Di Filippo se quejó de este artículo, ya que consideraba que no se podía discutir la doctrina comunista si no es a través de los libros; y cualquiera con una biblioteca nutrida, debía tener ese material para su estudio. El ministro Gómez le explica que no estaba castigada la tenencia del libro, sino su circulación como propaganda.
Con las informaciones del jefe de policía, el poder ejecutivo tenía el poder de dictar en cada caso la resolución que correspondiera y podía ordenar el secuestro de los medios de propaganda, pudiendo prohibir hasta por ocho días la circulación de los diarios que violen la ley. Si se trataba de un funcionario o servidor de la provincia o beneficiario de jubilación o pensión, el condenado perdería el empleo o la pensión. La pena para los culpables de violar esta ley era de arresto de uno a seis meses, sufriendo el máximo de la pena quienes ejercieran la docencia, pertenecieran a cuerpos armados, fueran empleados o agentes de policía. En ningún caso, se permitía la libertad bajo fianza.
Esta ley nunca fue derogada explícitamente.
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