Era mayo de 1920, cuando el diario Santa Fe, aparentemente desolado frente a un cierto patetismo con el que percibía a la ciudad, decidió dedicar unas cuantas columnas a describir su alma.
“El alma de las ciudades”, decía, “es un alma múltiple”. “El París político, por ejemplo, no es igual al París literario, ni al galante, ni al frívolo. Cada uno de esos aspectos muestran a un París diferente y cada uno de ellos contribuye a la grandeza, quizás incomparable, de la capital de Francia. En la multiplicidad de su alma, radica la fuerza de su poderío”.
Marcaba que aquellas ciudades con una sola alma o son inferiores o están muertas, porque “sobre las almas de lo distinto, sobre su lomo, para decirlo metafóricamente, cabalga el progreso”.
Las ciudades de una “sola” alma, esconden la lucha de su propia impotencia. Pensando en la nuestra, nos hemos visto atormentados por esa idea que llamaríamos “circular”. Sus tonos psicológicos son los mismos, eternamente iguales y envueltos en la tela de bajas ambiciones. No hay en ella, en efecto, fuerzas indistintas, agrupaciones diferentes de hombres, tendencias que hayan tomado alturas ideológicas de oposición.
Las gentes piensan de modo muy aproximado. La política, por lo que tiene de sensual, mueve todos sus órganos psicológicos. No vemos ni oímos hablar de otra cosa. No conocemos a ningún profesor tramando algún sistema de ciencia, de filosofía o de arte, ni estudiante que escriba versos que al mismo tiempo no esté pensando en alguna subsecretaría de Estado, ni obrero que por la portería de una oficina pública no esté dispuesto a abandonar la herramienta de trabajo. El alma de nuestra ciudad, es, acabadamente, el perfil de una política de ambición. Todo lo pospone con placer a esa diosa de la intriga. La política es la comidilla de todos los círculos y de todos los días. Tanto es, que en nuestro medio no es otra cosa que un arma de combate. El amigo se aproxima para intrigarlo y para sí comete la indiscreción común de hablar mal de alguien, ponerlo en evidencia. En el cultivo de las amistades, se cultiva la política. Y en ese terreno no hay nadie que no se estime con méritos suficientes para ser lo que otros son, habiéndose valido de los mismos medios.
La solución reposaba en la juventud santafesina. El diario Santa Fe imaginaba que entre ellos estaría el despertar de la ciudad:
Si la juventud que estudia quisiera hacer algo en beneficio del alma de la pobre ciudad que se debate en la miseria y en el lodo, el porvenir le erigiría una estatua de agradecimiento. Bien lo merece esta Santa Fe de nuestros pecados, pues la pobre sufre de sensualismo político y muere de ambición.
Haga la juventud otra cosa de lo que hace, apártese de la politiquería y cante versos armoniosos en cenáculos de arte, predique filosofía en las plazas públicas, al estilo de Sócrates, a ver si el alma de la ciudad puede curarse y deja que la política la hagan los políticos.
¿Cómo vería este cronista el alma de la ciudad de Santa Fe hoy, casi 90 años después?
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