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Carnaval toda la vida

Dos carnavales vividos en la ciudad de Santa Fe: el de hace 100 y el de hace 50 años. Y el que se vive en estos días. Algunas apostillas sobre las reglamentaciones de los festejos.

El 2 de marzo de 1911, el diario Santa Fe publicó una extensa crónica destinada a decretar la muerte del Carnaval. El escaso entusiasmo por estas fiestas ya había sido motivo de preocupación de otros periódicos santafesinos. El Santa Fe lo asociaba al estado de las finanzas populares.

Sin embargo, y pese al desgano en las noches de corso, aquello que fue tortura de muchas niñas-adolescentes cuando éramos apetecibles, era lo que más alegría causaba entre los habitantes de los barrios: el juego con agua. “El balde y las cacerolas no han tenido descanso, sin contar uno que otro remojamiento de humanidad entera entre las tinas que servían de proveedoras del líquido proyectil”.

Una comparsa de 1879
Y la exaltación de algunos era el enojo de otros. El diario Santa Fe registra varios incidentes producidos por el juego. Se excusa de dar la ubicación exacta de los “cantones”, ya que “como en la guerra anglo-boer se formaban y desaparecían cada día del jolgorio, alternándose en todas partes para jorobar mejor a los transeúntes”.

Cita un caso de tantos: la víctima había sido el repartidor nº 1 de la lechería “La Familia”, Francisco Appenine, quien en una casa de la calle Buenos Aires, entre San Martín y 25 de Mayo, “al no quererse dejar mojar por una sirvienta, fue mojado a bandazos por el propio dueño de casa, que sin atender sus protestas de encontrarse enfermo, lo dejó como sopa. Hoy el pobre hombre está en cama víctima de tan incalificable abuso”.

Y otro: “en la calle San Gerónimo, una pobre mujer italiana, que llevaba un chico en brazos, fue baldeada con toda inhumanidad no obstante sus súplicas por unos niños con apariencia de decentes, pero verdaderos salvajes en su modo de proceder”.

La desilusión del Santa Fe frente a los carnavales de 1911 también se produjo en los disfraces: “No hemos visto una sola máscara que merezca siquiera los honores de cuatro líneas. Ha sido una huelga general de humorismo, en la que el chiste burdo o la guaranguería insolente se alternaban en el mutismo imbécil y el ¡adiós ché!, que es a, b, c de estos disfraces”.

Debe ser cierto que bajo la máscara, la vida se siente estúpidamente, porque no de otra manera se explica la imbécil heroicidad de tanto prójimo empeñado en andar por esas calles, con un calor insoportable, preguntando si lo conocen u otra pregunta igualmente ingenua, por no decir otra cosa.

De las comparsas que se habían visto “sólo una o dos de ellas merecen el título de tal”. En los corsos, había dominado el opio “y tomó aspecto de fiambrería”.

La reina del carnaval de 1961
Cincuenta años después, el diario El Litoral destacaba que la ciudad se había reencontrado con una de sus fiestas tradicionales, “con la fiesta del grotesco y la alegría descontrolada, con el carnaval, más precisamente, con el corso”. Advertía que no se podía comparar con los “de antes”, pero se habían producido novedades: el corso-espectáculo.

En las reglamentaciones, estaba prohibido el juego con agua, por lo cual, en su mayoría, el público se había dado “a la contemplación, a festejar las ocurrencias de las máscaras y la extravagancia de ciertos disfraces, a hacer el papel de espectador”.

La elección de la Reina del Carnaval 1961 comenzó con un desfile desde Tucumán y Rivadavia hacia el palco oficial, ubicado en la Plaza España. El presidente de la Comisión de Turismo proclamó “Graciela I” a Graciela Villalba, la representante de República del Oeste.

Y pasados otros cincuenta años, habrá que ver cómo reflejan los diarios el Carnaval nacional y popular de hoy:

Apostillas

En 1877 el gobierno de la provincia debió dictar un decreto para que nadie se pasara de la raya a la hora de los festejos. Se publicó una norma que señalaba que únicamente si podían usar pomos y bombas, pero no echar “aguas corrompidas o fétidas”. Se podía usar disfraz, claro, pero antes se tenía que sacar un permiso en la jefatura policial; luego debía exhibirse una tarjeta que indicara la autorización; se prohibía terminantemente usar disfraces que representaran al clero. Únicamente podían usarse disfraces o jugar con agua desde las 2 de la tarde y hasta que terminaran los bailes de máscaras, que debían hacerse con conocimiento de la policía.

En 1931, la municipalidad también reglamentó el Carnaval, permitiendo el juego de flores y serpentinas únicamente. Se prohibía absolutamente el juego con agua en cualquier forma que sea, el uso de petardos y explosivos, el de caretas o antifaces; todo traje o disfraz que ofendiese la moral, los alusivos a insignias patrióticas de cualquier nacionalidad, órdenes religiosas, militares, políticas, etc., así como el uso de armas aún cuando el disfraz lo requiriese.

La medida motivó la protesta del diario El Orden:

La tristeza de Momo...

El viejo y grotesco dios de la alegría; de la farsa, está triste. ¿Y cómo no estarlo, cuando la reglamentación municipal para sus fiestas, le ha restado parte de esa alegría característica del viejo dios de las mentiras convencionales, de la gracia, de la carcajada amplia, que pareciera contagiar a sus adoradores en una sensación de sinceridad, y de la igualdad, que supone un pedazo de trapo, sobre las caras, lindas o feos, pero que detrás de un antifaz coquetón y suave o de un cartón pintado, tienen la virtud de rendir a los morales, felices e iguales, así sea por el breve tiempo de su reinado.

Y es tanta esa tristeza, que sus clásicos cascabeles, juguetones y sonoros, han enmudecido en una renuncia absoluta de sus excelencias, y así también, ese gesto grotesco y picaresco a la vez, que hiciera de ese rey loco la expresión más genuina de la despreocupación, de la sana alegría, de la espontaneidad y hasta d ella verdad convencional que el antifaz o la careta, predisponen a los mortales.

El viejo Momo, está triste, como la “percanta” aquella del tango arrabalero, que pálida y triste, esperaba la vuelta del amor perdido.

Y así Momo, que también ha perdido sus signos característicos, pálido y sin color, habrá de ambular por nuestras calles, en plena renuncia de su personalidad.

Momo, se muere este año, se muere de pesar, de decepción, de tristeza, de esa tristeza que nunca conoció y que una restricción antojadiza, se la ha impuesto hoy en que pareciera que la alegría clásica de las Carnestolendas, hubiera desaparecido para nunca jamás.

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