Este no es un post
Es el proyecto de un post que se va a llamar “Líderes”. No líderes
marketineros, se entiende. Líderes populares, aunque les pese a tantos.
Rosas-San Martín-Yrigoyen-Eva-Perón y desde hace un año
Néstor.
Todo esto para justificar que razones de diversa índole me
impidieron tener listo para hoy “Líderes”. Por eso reitero el post que escribí
hace un año, con mucho dolor, pero con la certeza de que en 1933, 1952 y 1974
hubiese estado en el mismo lugar que el 27 de octubre de 2010, siendo chusma,
cabecita negra, negra de mierda, o “gente”. O pueblo.
Fijate que para expresar lo que siento voy a homenajear a un radical. Pero el destinatario no es él, tampoco Néstor. Somos nosotros. Los que nos reconocemos en la calle por los ojos hinchados. Los que buscamos el abrazo para consolarnos. Nosotros.
Chusma. Cabecita negra. Grasita. Grasa. Gente. Negro. Negro de mierda. Así fue calificado en la historia del siglo XX ese colectivo de personas que acompañó a los grandes líderes del país. El pueblo. Palabra desusada en los 90, pero que empezó a ser escuchada otra vez desde hace un tiempo.
Hablan de “civilización” vs “barbarie”, como si producir cambios profundos fuera graciosamente recibido por la puta, putísima oligarquía. Como si no hubiese sido necesario arrancarle cada conquista, cada derecho, cada pequeña victoria a fuerza de lucha, a fuerza de “barbarie”.
Fácil sería comparar este momento, esas lágrimas que veo en la tele, que se me siguen cayendo a mí, con las imágenes no vividas del 52. O con el 74, cuando yo tenía apenas cuatro meses. En ambos lugares, en los dos tiempos, sufrían los mismos. Festejaban los mismos. Igual que hoy.
Fácil sería, así que no. Me voy más atrás aún.
El 3 de julio de 1933 moría Hipólito Yrigoyen. El diario El Orden publicó una nota que bien pudo leerse en 1952, en 1974, en 2010.
El porqué de este homenaje
Desde hace varios días el pueblo de la República está rindiendo el más grande de los homenajes que se haya tributado en nuestro país. La fisonomía de la ciudad inmensa, habituada a todas las tragedias e indiferente a todos los dolores, se ha visto alterada, como nunca, ante el anuncio de un suceso aparentemente vulgar: la muerte de un hombre.
Todas las bocas han hablado; todos los pensamientos se han orientado, ayer, hoy y mañana hacia ese solo suceso, aparentemente vulgar; un solo hombre está resonando en todos nosotros y asistimos a él; y ahora, en el ocaso de indescriptible, envuelve todos los ánimos.
Participamos de este fenómeno y asistimos a él, y ahora, en el ocaso de la gran figura, lo mismo que en su apogeo, son muchos los que se preguntan asombrados:
-¿Cuál es el secreto de la fuerza incontrastable que arrastra a las muchedumbres detrás de este hombre?
No se trata de un secreto, para aquellos que, buenamente, quieran comprenderlo; y solamente no participarán de la emoción colectiva de estos días aquellos que, substancialmente, estén incapacitados para tener acceso a la verdad. A una verdad tan simple y tan clara y a un hecho tan lógico como ha sido la popularidad incalculable de la figura desaparecida. Popularidad que le sobrevive y que parece destinada a agrandarse con el rodar del tiempo.
Verdad clara, simple y pura que, en la frase de uno de sus adversarios más calificados, ha tenido su explicación más precisa:
-Quien anda por el camino recto no anda solo mucho tiempo.
Eso es todo. La vasta muchedumbre que le ha acompañado no podrá explicar por qué lo hizo.
Pero hay en el pueblo un sentimiento inconfundible de amor a la verdad, de devoción por la justicia: un anhelo imperecedero de que todos los derechos humanos sean respetados que estarán siempre latentes, a la espera de un guía, de un animador, de alguien que los ponga en orden y los conduzca a la realización.
La chusma despreciada por las minorías selectas, no ha leído a Maquiavelo, ignora la existencia del Contrato Social, sabe muy poco de la Historia Política de los Pueblos, pero vive arrebujada en su instinto poderoso que le hace presentir a los mejores.
Así ha ocurrido siempre y así seguirá ocurriendo. Los habrá habido más ilustrados, más dialécticos, más elegantes, pero ninguno debió ser, en un balance total, como este de quien el pueblo presentía los pensamientos porque sus pensamientos eran los del pueblo.
Amaba a los humildes con sinceridad, amaba a las muchedumbres no porque ellas pudieran conducirlo al triunfo, sino para conducirlas él y llevarlas a la victoria a las que ha llevado.
Empezó a trabajar por las multitudes cuando las multitudes no existían. Y desde entonces, sin un acatamiento a las promesas o a las amenazas de los poderosos de aquel tiempo. No había entonces esperanzas de éxito; estaba solo en medio de la ignorancia del pueblo de la época y del desprecio irónico de los brillantes mundillos oficiales.
Y trabajó, machacó constantemente, sobre una sola exigencia:
-El gobierno debe ser para el pueblo.
Esto lo sable el pueblo, aunque tal vez no entienda exactamente su significado.
Que los detractores del gran caudillo lo entiendan, por lo menos.
Y sobre todo que les sirva de provechosa lección. La chusma piensa, la chusma sabe a dónde va, la chusma presiente sin saber porque, a los rectos y a los bien intencionados.
Ya no se engaña ni se engañará más al pueblo. Es inútil cambiar el nombre de los partidos, como han hecho los viejos conservadores en un pobrísimo intento de demagogia. Las mujeres humildes no entienden de política, los obreros y la clase media, los trabajadores del campo y hasta los niños que recién asoman a la vida, le han seguido porque lo presintieron.
Instintivamente encontraron al que los amaba de veras y lo amaron. Esto es todo. Instintivamente encontraron a los que querían defraudarlos y los repudiaron. No sabremos por qué amamos a veces, pero casi siempre es porque nos aman. No sabemos por qué despreciamos a veces, pero casi siempre es porque nos desprecian.
He ahí la verdad clara, simple y pura que explica este homenaje grandioso.
Respeto por la chusma. Por los cabecitas negras. Por los grasitas. Por los negros de mierda. Por mí.
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